

Nunca pensé que me pasaría. Después de siete años juntos, confiaba en ella sin dudar. Teníamos una vida estable, planes a futuro, y yo creía que estábamos bien. Pero empezó a actuar raro: llegaba tarde, escondía el teléfono, se reía sola con mensajes que yo nunca veía. Un día, mientras se duchaba, su celular vibró. No suelo revisar sus cosas, pero algo me empujó a hacerlo. El mensaje era claro: *“Te extraño, amor. ¿Cuándo nos vemos otra vez?”* No había malentendidos. No dije nada. Decidí seguirla. Dijo que iba a casa de su hermana, pero la vi encontrarse con *él* en un parque. No sabía quién era, pero no hizo falta más. Un abrazo demasiado largo, una sonrisa cómplice, un beso rápido. Esa noche, cuando regresó, la miré y pregunté: — *“¿Te divertiste hoy?”* No hubo excusas, ni necesidad de discutir. Al día siguiente, empaqué sus cosas. Sin gritos, sin escenas. Solo silencio. ¿Dolió? Claro. Pero con el tiempo entendí que no perdí nada. Solo me liberé de alguien que nunca fue sincera.